Jorge Alberto Gudiño Hernández
21/05/2022 - 12:05 am
8 horas diarias
Cuando, a inicios de semestre, les doy a mis alumnos la lista de lecturas, un murmullo se levanta en el salón. Un murmullo que se traduce en una queja: ¿a qué hora van a leer todo eso?
Ignoro en qué momento la tercera parte de un día se convirtió en un parámetro deseable. Esa idea asociada con el trabajo resulta poco llevadera si uno suma tiempos de traslado o las actividades de limpieza que a uno le tocan en casa; obligaciones que se suman, pues. Dormir ocho horas diarias también es una promesa imposible de cumplir. Sobre todo, si se piensa en los respectivos trabajos, en los hijos, las escuelas, los traslados y un poco de entretenimiento antes de cerrar los ojos. Si, pese a todo, se consigue alcanzar la cumbre de dormir ocho horas diarias y trabajar el mismo tiempo, nos quedará, entonces, sólo un tercio de la vida para todo lo demás. ¿Y qué es lo demás? Probablemente la vida que, tristemente, se ve reducida a periodos menores a ese tercio imposible.
No quiero, sin embargo, criticar las formas en las que hemos terminado circunscritos a estos horarios. Desde hace algunos años, los teléfonos inteligentes tienen una función de fácil acceso que muestra cuánto tiempo pasamos al día frente a ellos. Conforme se actualizan los sistemas operativos, esa información es más detallada: ahora estamos en condiciones de saber, con exactitud, cuánto tiempo pasamos utilizando determinada aplicación. Esto es relevante pues, con un primer vistazo, uno tiende a engañarse. Conozco a quien, tras consultar el numerito de marras y toparse con, por ejemplo, seis horas, se convence de que la mayor parte de éstas fueron trabajando, ya con llamadas telefónicas, ya con el correo de la empresa, ya con mensajes laborales. Eso no sonaría tan mal si estuviera circunscrito a las manidas ocho horas de trabajo.
Cuando, a inicios de semestre, les doy a mis alumnos la lista de lecturas, un murmullo se levanta en el salón. Un murmullo que se traduce en una queja: ¿a qué hora van a leer todo eso? Hacemos, entonces, el experimento. Les pido que saquen su teléfono, que consulten el tiempo que han pasado en pantalla y que vean en qué aplicaciones han consumido sus minutos.
El récord, hasta ahora, se lo lleva un sujeto con un promedio de 12 horas diarias (¡la mitad del día!). Otro récord, más peculiar, es el de un alumno que utiliza (¿gasta?) ocho horas al día en TikTok. Yo no tengo nada contra esa red social ni contra ninguna otra pero resulta evidente que, en lugar de pasar videos con su dedo, en ocho horas diarias bien podría leer un libro completo (son estudiantes universitarios).
Ocho horas.
Ocho horas diarias.
Ocho horas diarias viendo TicTok.
Me queda claro que es preciso superponer los horarios para que la suma cuadre. No son ocho horas de sueño, ocho horas de escuela, ocho horas de TikTok, más el traslado, la comida y las actividades variadas. Eso significa que está viendo su teléfono mientras está en clase, quizá mientras se prepara para dormir, tal vez mientras va al baño (es común ver alumnos frente al mingitorio viendo sus teléfonos), mientras come, mientras está con sus amigos, mientras…
Ya éramos esclavos de la idea de productividad en el trabajo. Nos volvimos esclavos de su tiempo extendido gracias a los dispositivos móviles. Si bien la pandemia liberó a unos cuantos de los traslados, también los condenó a una disponibilidad absoluta. Y, encima, decidimos que el tiempo que nos queda bien vale la pena usarlo en el tremendo ejercicio que significa deslizar un dedo sobre la pantalla.
Por cierto, hablé de récords para poner sobre la mesa esas ocho horas. El asunto es más grave, pues no se trata de una patología particular de una persona. Sin que mi ejercicio implique una muestra representativa, lo cierto es que, semestre tras semestre, la respuesta de mis alumnos universitarios va en aumento. No me cabe duda (aunque no lo deseo) de que pronto esas ocho horas no serán un máximo sino un promedio.
No está de más revisar cada tanto la especificidad de nuestro consumo de pantallas. Podría ser una forma de autolimitarnos.
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